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blog: hablemos de drogas

Abordar el uso problemático de drogas desde la escuela

2/26/2012

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Por Paula Goltzman (*)
paulagoltzman@intercambios.org.ar

Hace unos pocos meses, desde el área de Intervención de Intercambios nos encontrábamos escuchando las legítimas preocupaciones del equipo directivo de una escuela del tercer cordón bonaerense sobre el consumo de drogas en algunos de los jóvenes que concurren a estudiar. 

La preocupación se planteaba en términos de cómo hacer para que se queden en la escuela, cómo hacer para tenderles una mano que, sin sofocarlos, los ayude a salir de ese momento, cómo hacer frente a tantas cosas ya probadas que no resultaron como se esperaba, cómo hacer con los dispositivos, con los profesionales y las políticas que parecen no ser suficientes. 

Desde la escuela, en el territorio
Encaramos entonces la tarea de meter mano en el asunto y sumarnos a pensar e intentar hacer una propuesta de abordaje del uso problemático de drogas desde el espacio escolar. Y aquí apareció casi la primera definición de cómo abordaríamos el problema: la escuela es la que presenta la demanda de intervención, pero la escuela no está sola, ni mucho menos el consumo de drogas se da sólo en ella.

Entonces la intervención no es en la escuela – o mejor dicho no es sólo en la escuela- sino que el abordaje debe darse desde la escuela en el territorio que la escuela, sus alumnos, sus familias, sus redes de organizaciones “amigas” y no tanto, ocupan. Allí donde los recursos concretos, las políticas y sus efectores, los intercambios simbólicos y culturales se suceden cotidianamente.

Después de escasos cuatro meses de trabajo, estas líneas no intentan, ni podrían, presentar resultados, pero sí pueden delinear algunas de las tensiones que se han hecho evidentes. Las compartimos con la convicción de que pueden dar pistas para seguir pensando nuestras intervenciones en el campo de las drogas.

¿Cuidado o molestia?
Primera evidencia: el lugar que el adulto juega en la relación que los jóvenes tienen con las drogas. Dicho en palabras de los propios pibes: “Hay adultos que se meten para cuidarnos, y hay adultos que se meten para molestar”. El cuidado o la molestia interpela la dirección que le damos a nuestras intervenciones, ¿cuánto de comprensión y de escucha de los sentidos que para los pibes tiene el uso de drogas se encuentra en el borde desde el cual nos convertimos en adultos molestos o adultos cuidadores? ¿Cuánto de la autoridad respetuosa de sí misma y del otro, o la autoridad arbitraria ejercida sin ton ni son, está en el límite entre el cuidado o la molestia?

Entonces, cuando pensamos en los consumos adolescentes, la mirada vuelve a nuestro lugar de adultos y cómo nos relacionamos con las drogas. Hemos dicho muchas veces que la relación de los jóvenes con las drogas no es una relación de dos. Sino que es una tríada de la que los adultos formamos parte. 

El crecimiento, las oportunidades para el aprendizaje, el desarrollo de la autonomía de los jóvenes, son responsabilidad de los adultos. Si no revisamos el modo en que nosotros mismos alentamos algunos consumos de sustancias, experimentamos, abusamos o hacemos uso de algunas otras, estamos condenados a componer esa tríada de manera hipócrita. La coherencia y la honestidad es también parte de ese borde en el cual pasamos a ser una molestia o un legítimo sostén para su cuidado. 
¿Hablar o escuchar y hacer?

Segunda evidencia: las repetidas frases de “yo les hablo sobre el peligro de las drogas”, “hemos hecho talleres sobre drogas”, ponen más el acento en lo que los adultos creemos que los jóvenes necesitan saber sobre las drogas, que sobre lo que los jóvenes quieren decir sobre ellas. 

El mito construido de que “por acá la droga no va a pasar” es un mito que la experiencia cotidiana tira por tierra, aunque algunos sigan aferrados a él esperando que se cumpla. Los jóvenes están en contacto con drogas y van a experimentar con ellas en algún momento de su vida. 

Quizás más que hablarles sea necesario escucharlos, lo que saben, lo que desconocen, lo que les interesaría saber. Los sentidos y el relato de las prácticas propias, o de los pares, dan pistas para pensar las intervenciones. Y necesitamos hacer hincapié en esto:tampoco la escucha es suficiente si de ella no deviene una propuesta de intervención. 

Escuchar es un paso, pero por si sólo insuficiente, si no es una escucha intencionada en la dirección de llevar a acciones –preventivas, habilitadoras, terapéuticas, reparadoras, cuidadoras- lo que las palabras de los pibes ponen en juego. La pregunta vuelve ineludiblemente hacia los adultos: ¿Qué hago yo con lo que escucho?

La delgada línea entre lo público y lo privado
Tercera evidencia: del manejo de la información, de los que saben, de los que creen saber, y lo que parece que todos tenemos que saber (o no). Distintas escenas recorrieron estos escasos cuatro meses de trabajo en relación a la información, lo que se dice o se deja de decir sobre el consumo de drogas y sobre los que consumen drogas.

Por un lado, instalada la consigna “desde la escuela vamos a trabajar con el tema drogas”, sus integrantes se ven impelidos a sumarse a esa noble consigna. Entonces pareciera que “todo sirve” en pos de una tarea que se pretende “preventiva”. Suele desdibujarse desde qué lugar se impulsa la acción, o los contenidos que se manejan en ella: ¿se sostienen discursos moralizantes o, por el contrario, se intenta problematizar con los pibes y facilitar herramientas para gestionar los riesgos de las drogas?

Quizás uno de los desafíos de los equipos es consensuar primero ¿de qué nos prevenimos? ¿qué elementos son necesarios poner en juego entre los equipos de trabajo para intervenir en drogas? ¿cómo se resuelve la tensión entre un tema del que “todos saben algo” y los saberes especializados que se requieren en la intervención? o ¿cómo resolver la tensión propia de un tema que moviliza, urge, conmueve, pero que al mismo tiempo requiere de “parar la pelota”, priorizar las acciones, revisar lo que la conmoción interpela?

Por otra parte, hay información que cuando circula indiscriminadamente produce daño. Bastante se ha dicho y redicho acerca de la escuela como espacio integrador y de los niños y jóvenes como sujetos de protección. Bajo esos argumentos, lo privado, lo íntimo tiene fronteras demasiado delgadas. 

El estigma, entendido como un atributo desacreditador que desdibuja cualquier otro atributo del sujeto, opera a modo de etiqueta identitaria. ¿Qué sucede cuando una identidad como la de “drogadicto” se instala en un adolescente aún en construcción de su identidad? ¿de qué otras cosas está hecha la vida de un adolescente que consume drogas? y ¿qué valor tienen en nuestra intervención?, ¿qué suma y qué resta en un proceso de intervención, identificar a quienes experimentan con drogas?
La escuela puede hacer una diferencia

Hasta aquí el hilván para compartir tres eslabones evidentemente encadenados a eso que llamamos proceso de intervención desde el espacio escolar. Cuatro meses ha sido poco tiempo en el que sucedió mucho… ¡linda paradoja! 

Nos queda por delante un proceso de trabajo donde la apuesta es insistir en que, como adultos, tenemos mucho que ver con los problemas que nuestros pibes tienen con las drogas. Intervenir en esos problemas es un proceso, y usar problemáticamente drogas puede ser una situación de particular conflicto en un momento de la vida de esos pibes. La evolución de ese conflicto se va a ver afectada por muchas circunstancias, la escuela ocupada (y no sólo preocupada) en ser parte de esas circunstancias puede hacer una diferencia. En ese acompañar andamos.


(*) Paula Goltzman es Licenciada en Trabajo Social, coordinadora del área de Intervención de Intercambios Asociación Civil.
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